Heterotopías

Foucault dice que su libro Las palabras y las cosas nació de un texto de Borges. En ese texto, Borges nos cuenta lo siguiente: existe “cierta enciclopedia china” donde está escrito que “los animales se dividen en:Las palabras y las cosas

a) pertenecientes al emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados en un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”.

Según Foucault, lo que se ve de golpe en este texto, como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del nuestro: la imposibilidad de pensar esto.
La pregunta que surge es: ¿qué es imposible pensar y de qué imposibilidad se trata?
Porque no son los animales “fabulosos” los que son imposibles, ya que están designados como tales, sino la escasa distancia en que están yuxtapuestos perros sueltos con aquellos que de lejos parecen moscas. Lo que viola cualquier imaginación, cualquier pensamiento posible, es simplemente la serie alfabética ( a, b, c) que liga con todas las demás a cada una de estas categorías.

Dice Foucault: "Lo imposible no es la vecindad de las cosas, es el sitio mismo en el que podrían ser vecinas." Borges esquiva la más imperiosa de las necesidades; sustrae el suelo donde los seres pueden yuxtaponerse. Desaparición que queda enmascarada irrisoriamente por la serie alfabética de nuestro alfabeto, que sirve de hilo conductor (el único visible).
Aclara que este texto lo ha hecho reír durante mucho tiempo pero con un cierto malestar. Porque de allí nació la sospecha de que hay un desorden peor que el de lo incongruente; es decir, las cosas están dispuestas en sitios a tal punto diferentes que es imposible encontrarles un lugar común.

Las utopías (utopía es un No lugar) consuelan: porque si no tienen un lugar real, se desarrollan en un espacio maravilloso y liso; despliegan ciudades de amplias avenidas, jardines bien dispuestos, comarcas fáciles, aún cuando su acceso es quimérico. En cambio, las heterotopías inquietan porque minan el lenguaje, impiden nombrar esto y aquello, rompen los nombres comunes y arruinan de antemano la sintaxis.
Por lo general, la heterotopía tiene como regla yuxtaponer en un lugar real varios espacios que normalmente serían, o deberían ser, incompatibles. El teatro, que es una heterotopía, hace que se sucedan sobre el escenario toda una serie de lugares incompatibles.
Las heterotopías son una impugnación de todos los demás espacios, que pueden ejercerse de dos maneras: ya sea creando una ilusión que denuncia al resto de la realidad como si fuera ilusión, o, por el contrario, creando realmente otro espacio real tan perfecto, meticuloso y arreglado tanto como el nuestro está desordenado, mal dispuesto y confuso.

Indudablemente la más extraordinaria de esas tentativas fue la de los jesuitas en el Paraguay. En Paraguay los jesuitas habían fundado una colonia maravillosa en la que toda la vida estaba reglamentada, en la que imperaba el régimen del comunismo más perfecto, dado que las tierras pertenecían a todo el mundo, los rebaños pertenecían a todo el mundo. Las casas estaban organizadas en filas regulares a lo largo de dos calles que hacían ángulo recto; en la plaza central del pueblo estaban la iglesia, al fondo, y de un lado el colegio y del otro la prisión. Los jesuitas reglamentaban meticulosamente de la noche a la mañana y desde la mañana hasta la noche la vida entera de los colonos. El Ángelus sonaba a las cinco de la mañana para el despertar, después marcaba el inicio del trabajo, luego la campana llamaba al mediodía a la gente, hombres y mujeres que habían trabajado en el campo, a las seis de la tarde se reunían para cenar, y a la medianoche la campana sonaba nuevamente para aquello que llamaban el despertar conyugal, puesto que a los jesuitas les importaba mucho que los colonos se reprodujeran, debido a lo cual todas las noches tocaban alegremente la campana para que la población pudiera proliferar. Y lo hizo, por lo demás, porque de ciento treinta mil que había al principio de la colonización jesuita, los indios pasaron a ser cuatrocientos mil a mediados del siglo dieciocho. Éste era un ejemplo de una sociedad completamente cerrada sobre sí misma, y que no estaba ligada al resto del mundo más que por el comercio y las ganancias considerables que obtenía la Compañía de Jesús.